Hace algunos años John Ackerman lanzó una hipótesis sobre la genealogía del régimen autoritario neoliberal mexicano que apunta a la fundación del PRI en 1946. Tal planteamiento no dejó a nadie indiferente en el medio intelectual nacional, pues puso en cuestión el canon doctrinal de la transición mexicana a la democracia.

Según el discurso medio imperante hasta hace muy poco, México había atravesado una transición del autoritarismo a la democracia cumpliendo con una serie de etapas estandarizadas en la experiencia internacional: crisis y liberalización, colapso y democratización (instauración y consolidación), además de expansión y fortalecimiento.

La transición a la democracia habría sucedido entre 1977 (con la reforma política de Reyes Heroles) y 1997 (cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados). Aunque hay quienes sostienen que la liberalización inició en 1968 (con el movimiento estudiantil) y que la transición concluyó o fue confirmada en el año 2000 (con la alternancia), cuando el sistema de partido hegemónico se había disuelto y aparentemente el presidencialismo había llegado a su fin. Para algunos analistas, el ocaso del sistema de partido hegemónico comenzó en 1988 (con las elecciones presidenciales de ese año) y culminó en 1994, cuando ya habría estado vigente un sistema de partidos plural y competitivo. Otros piensan, más bien, que el sistema de partido hegemónico llegó a su fin en 1997. Para algunos más la liberalización terminó con la reforma de 1996. Para otros, entre 1994 o 1997 y el año 2000 tuvo lugar la instauración de la democracia. En su mayoría, los analistas coinciden en que a partir del año 2000 habría iniciado la consolidación de la democracia mexicana, aunque algunos piensan que 1997 sería una fecha más precisa. Para los opositores de la 4T, actualmente, México atraviesa un periodo de regresión autoritaria.

No obstante, para los transitólogos críticos de esta versión oficial, en México sí hubo liberalización pero no democratización, específicamente no hubo nunca una “instauración democrática” materializada en una “gran reforma del Estado” o en la “expedición de una nueva Constitución”. En este sentido, los resultados de la liberalización fueron el pluralismo y la competencia electoral, así como la sustitución del partido hegemónico por una partidocracia, donde el PRI, el PAN y luego también el PRD formaron una coalición política dominante a favor de la continuidad del neoliberalismo y el presidencialismo autoritario.

Así las cosas, si bien hubo cambios en el régimen político mexicano, fueron variaciones dentro del mismo régimen que no alteraron su talante autoritario. Es como si la tan llevada y traída transición mexicana nunca hubiese sucedido, simplemente porque las adecuaciones del régimen autoritario jamás se conectaron con reformas prodemocráticas. En otras palabras, la liberalización fue funcional para la clase política mexicana: un poco de democracia formal y de procedimientos estaba bien, pero la democratización integral del Estado parecía del todo innecesaria. El régimen político de la supuesta democracia mexicana era realmente un autoritarismo velado, donde convivían un pluralismo político limitado con una sociedad despolitizada y una clase política pragmatista, corrupta y comprometida con las políticas neoliberales.

Para algunos analistas críticos de las teorías de la transición elaboradas por autores como Linz, O’Donnell, Przeworski, Huntington y Dahl, en el caso de México la transición fue un mito, una mentira de la élite política, algo que no sucedió. Sobre este supuesto, el gran relato de la transición a la democracia no sería sino un recurso ideológico empleado por la oligarquía neoliberal para contener los movimientos sociales pro democráticos. Se trata del cuento que se inventó la clase política nacional para justificar su persistencia en el poder y encubrir la realidad del régimen autoritario mexicano.

Según esta interpretación, 1946 sería el punto de inflexión desde el cual habría que mirar la historia política del México contemporáneo. En dicho año se funda el Partido Revolucionario Institucional con el objeto de contener y revertir las conquistas revolucionarias alcanzadas por el cardenismo. En cierto sentido, el PRI nace precisamente para repudiar la herencia de la revolución: el nacionalismo, la justicia social y la construcción de la democracia. Conforme a esta idea, la descomposición del régimen político mexicano habría comenzado con el gobierno de Miguel Alemán Valdés. Pues, con la creación del PRI se consolida la reconfiguración autoritaria y antipopular del régimen político en contra del PRM de 1938, un partido de masas con una estructura sectorial orientado a defender las reformas y políticas de Lázaro Cárdenas.

Vale la pena recordar que en México las elecciones son un hecho histórico consolidado: Porfirio Díaz ganó ocho elecciones y desde 1934 se han celebrado procesos electorales para distintos puestos en todo el país de manera ininterrumpida. Esto permite corroborar que la celebración de elecciones no necesariamente coincide con la existencia de regímenes políticos democráticos. Las elecciones poseen su propia dinámica. Incluso, pueden llegar a convertirse en dispositivos institucionales autónomos, tecnología política para validar la renovación de cuadros y liderazgos, necesaria en poliarquías y muy útil en regímenes de pluralismo limitado.

Dicho de otro modo, las elecciones pueden no coincidir con la democracia y limitarse a ser un simple protocolo o trámite para legitimar sucesiones políticas. Ahí está el caso de López Portillo en 1976. También sucede que los regímenes autoritarios aparentan ser órdenes políticos democráticos, al punto de montar grandes simulacros históricos y desarrollar complejas narrativas apologéticas, como pasó en México durante la sucesión de gobiernos neoliberales de 1988 a 2018. Como se ve, no es raro que las élites políticas con más o menos abolengo se disputen el control del país en elecciones populares que permiten legitimar decisiones tomadas de antemano. Precisamente, para denominar estos fenómenos es que en la teoría política aparecieron expresiones como autoritarismo electoral o competitivo.

Bajo este tesitura, la celebración periódica de elecciones competitivas, el pluripartidismo, la alternancia recurrente o los gobiernos divididos y yuxtapuestos son hechos políticos con implicaciones institucionales de gran relevancia, pero contingentes y en todo caso secundarios para las aspiraciones sociales, económicas y políticas de transformación del pueblo de México. Realmente, en materia de democracia todo estaba por hacerse.

De hecho, la ideología de la transición pretendió frenar y evitar la democratización efectiva del sistema político mexicano, al insistir en que la derrota del PRI en el año 2000 probaba indubitablemente que la democracia ya era una realidad. Por lo que, de lo que se trataba en adelante era de consolidar la democracia electoral, mediante reformas orgánicas y procedimentales que perfeccionaran los procesos electorales o a través de la promoción de la cultura política democrática entre la ciudadanía. Como si la celebración de elecciones, la dinámica de partidos y la rotación de las élites, por sí mismas, pudiesen resolver la pobreza y la desigualdad.

Así las cosas, las élites incorporaron al régimen político mexicano elementos de democracia formal y procedimientos usualmente considerados como democráticos, sin que ello comprometiera su talante autoritario. Pero no atendieron la “cuestión social”, condición material de cualquier democracia política. Los gobiernos neoliberales fueron incapaces de construir una sociedad de bienestar. Al decir de diversos analistas de oposición, esta incompetencia fue aprovechada por Morena para convertirse en partido político y eventualmente ganar elecciones hasta instaurar un populismo autoritario.

La satisfacción permanente de necesidades básicas y el alcance continuado de índices positivos de bienestar sólo puede suceder si desde el Estado se atacan las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad. Si bien los aumentos salariales y los programas sociales son expresiones de justicia social, lo cierto es que no son sostenibles por sí mismos ni corrigen de fondo la pobreza y la desigualdad, además de que pueden usarse como dispositivos clientelares.

La democracia política no se reduce a la democracia electoral, ni la democracia económica y social se agota en la democracia política. Y es que la democracia sustantiva o igualitaria no puede confundirse ni diluirse en la democracia formal o de procedimientos. En todo caso, habría que pensar la transición a la democracia no sólo como el paso de un régimen autoritario a uno democrático sin más, equivalente en el mejor escenario a una democracia política y electoral. La transición a la democracia que el pueblo de México anhela es integral, pues no apunta sólo a una democracia política, menos a una democracia meramente electoral, sino también y fundamentalmente a una democracia económica y social.

@Raymundo_EH