Para algunos el mundo es la realidad construida con las acciones del hombre. El mundo es todo aquello que no se explica sin la intervención humana: una ciudad, el arte, la cultura. La ciudad no es exclusivamente un conjunto de construcciones donde vivimos, incluye un entramado de cables gracias a los cuales tenemos luz, miles de metros de tubería que traen el agua que bebemos y otros tramos más que sacan el agua después de que la usamos. Es una cantidad de relaciones que generan un estilo de vida: viajes para llegar al trabajo, tráfico para volver al descanso, lugares de recreo y de encuentro que nos hacen sentirnos parte de un espacio común.
Las ciudades tienen límites trazados por la continuidad de sus construcciones que hacen que, poco a poco vayan conquistando más espacio, engullendo poblados que alguna vez estuvieron fuera de su perímetro, pero que con su voraz crecimiento terminan siendo un barrio originario perdido dentro de la gran ciudad.
Las manchas urbanas rebasan las divisiones políticas. Las fronteras entre distintos municipios o estados quedan borradas por la persistente continuidad asfáltica que hace inequívoco saber que seguimos dentro de un mismo espacio.
Las grandes urbes plantean problemas crecientes. Vivimos aglomerados millones de personas en un mismo lugar y, simultáneamente, podemos vivir ajenos, distantes, indiferentes. Habitamos, pero no convivimos. Es posible ser extranjeros en nuestro propio hogar, vivir soledades entre millones.
Un antiguo anhelo de la política era la capacidad de pensar juntos para hacer nuestra vida más humana. Las personas se reunían en el ágora para intercambiar palabras capaces de gestar proyectos conjuntos e hicieran que la ciudad no fueran solamente edificios y estuviera principalmente cimentada sobre una idea común.
Hace tiempo que la política ha perdido su etimología. Ya no se entiende por ella lo que se refiere a la ciudad. Escuchar la palabra política lleva a pensar en el ejercicio del poder. Pensar en los políticos permite distinguir entre el gobernante y el ciudadano de a pie. Hay una división que produce un creciente desentendimiento. Unos, los políticos, buscan el poder y mantenerse en él; otros los ciudadanos, se olvidan del destino de la ciudad e intentan obtener de quienes detentan el poder beneficios para sus intereses particulares. El espacio público, la tarea común parece algo quimérico, un sueño antiguo, nada que tenga que ver con nuestro presente.
La vida pública es aquella que afecta a otros. Toda nuestra existencia tiene entramados que impiden la desconexión total. Vivir al margen de los asuntos de otros solamente puede lograrse dejando de pensar, ocultando nuestra propia realidad, renunciando a nuestra condición social que está tan presente en nuestro ser como nuestra necesidad de respirar y de comer.
La tragedia es que puede haber una anorexia política. Podemos dejar de alimentarnos de vivir juntos y construir de la mano. Es por eso que hace falta retomar ese antiguo sueño albergado por los griegos, vivir humanamente es vivir con los demás, tener un proyecto común de tal manera que la vida de cada uno solamente pueda conjugarse en plural.