Lo que ha ocurrido en Los Ángeles en las últimas dos semanas no puede ni debe ser minimizado. No es un episodio migratorio más. Se trata de un ensayo general de un modelo autoritario que utiliza la ley como arma, la fuerza como mensaje y el miedo como método. Las redadas masivas realizadas por agentes de ICE en zonas de alta densidad hispana han derivado en una escalada de detenciones, deportaciones exprés y represión de protestas que evidencia, sin eufemismos, el retorno del trumpismo en su versión más desinhibida.

La justificación es la de siempre: seguridad nacional, combate al crimen, ejecución de la ley. Pero lo que realmente está en juego es el control político por medio del terror institucional. No hay otro nombre para un operativo que irrumpe en barrios hispanos con agentes fuertemente armados, detiene jornaleros en plena calle y luego responde con gases lacrimógenos a manifestantes que reclaman derechos.

En una democracia, protestar es un derecho. Pero deportar sin debido proceso, negar acceso a abogados, trasladar detenidos sin informar su paradero y desplegar tropas contra manifestantes pacíficos, eso no es democracia. Es represión.  Estados Unidos, que se jacta de ser la cuna de las libertades, está hoy cruzando líneas que antes se juraban infranqueables.

Que no se equivoquen los apologistas del orden por encima del derecho. No hay orden sin justicia, ni justicia sin derechos humanos. Las redadas de Los Ángeles no fortalecen al Estado de derecho; lo erosionan. No protegen a la sociedad; la polarizan. Y no combaten el crimen; criminalizan la pobreza y el origen.

Hoy más que nunca, se necesita valentía civil en Estados Unidos para resistir con dignidad; en México, para denunciar con firmeza; y en el mundo, para reconocer que lo que ocurre en Los Ángeles no es un hecho local: es el eco de una batalla global por el sentido de la democracia.

Mientras algunos militarizan el miedo, otros ondean la bandera del derecho. Yo me quedo con estos últimos.

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