A partir de los años noventa, con los gobiernos del PRI y del PAN, comenzó un proceso sistemático de desmantelamiento de la infraestructura pública de salud. Bajo la bandera de la “modernización” y la “eficiencia”, lo que realmente hicieron fue renunciar a una política industrial nacional en el sector biotecnológico. Instituciones que producían vacunas con décadas de experiencia fueron abandonadas, sus plantas no se modernizaron, sus científicos fueron desplazados y sus líneas de producción, cerradas.

Se creó Birmex como una empresa paraestatal con la supuesta intención de fortalecer la capacidad nacional. En los hechos, se convirtió en un intermediario que compra vacunas en el extranjero en lugar de producirlas. Más aún, se firmaron contratos desventajosos —como el de Sanofi— que entregaron el mercado nacional por 15 años, a cambio de una transferencia tecnológica incompleta. ¿A quién benefició esa decisión? No al pueblo mexicano.

Los gobiernos de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto dejaron morir la capacidad del Estado de proteger a su población a través de su propio conocimiento. Y lo hicieron conscientemente. Bajo la lógica del TLCAN, del dogma privatizador y del “no hay que producir lo que se puede comprar más barato”, nos condenaron a depender del exterior incluso en algo tan estratégico como la salud.

Hoy, es imperativo recuperar la soberanía vacunal. No por nostalgia, sino por urgencia nacional. No podemos volver a permitir que decisiones de mercado decidan la vida de millones. La salud pública no es mercancía. El conocimiento no se terceriza. La soberanía no se importa.