Balazos en el pie
CIUDAD NEZAHUALCÓYOTL, 14 de febrero, 2017.- Es el año 14 del siglo XXI, por calles y avenidas aún circula don Burra, el fotógrafo ambulante o callejero y de eventos especiales en el barrio, donde habita con su familia y el asno sobre el que retrata a los chamacos.
Anda medio preocupado por la nueva legislación que protege a los animales: para ejercer su oficio y ganarse la voluntad de la clientela, camina arreando a su burra; cuando alguien solicita sus servicios, ella juega importante labor: será personaje, acompañante, ser decorativo, montura sobre el que aparecerá forever la personita elegida para aparecer en la foto.
Y no se la vayan a hacer de pex los protectores de los animales por explotación animal, maltrato, o por no otorgar las prestaciones de ley al jumento. A eso teme don Burra, al tiempo que señala el camellón arbolado para que sirva de escenografía:
-Véngase pa’ la sombrita, acá está verde. ¿Quién quiere un recuerdito, la foto del irrepetible acontecimiento captado para la eternidad? Muy pocos ya, la verdad: la tecnología ha logrado que cada poseedor de un teléfono o una cámara instantánea haga sus propios registros del otrora llamado Momento Kodak.
Don Burra aún utiliza cámara analógica, rollos de 100 ASA; se toma su tiempo para determinar que la apertura del diafragma y la velocidad de obturación sean acordes a la sensibilidad de la película, para que las fotos no salgan subexpuestas, oscuras; o sobreexpuestas: muy claras o quemadas, según explica al cliente para atenuar las prisas.
A su edad no es tarea fácil: la vista le falla; algo corrigen los anteojos, pero sufre para ver los numeritos de las lentes. Con todo, su oficio le sigue proporcionando lo elemental para subsistir con su familia y alimentar al asno, su fiel compañero y socio laboral, enjaezado con frutas y verduras de plástico que ya dieron lo mejor de sí, aunque algún colorido aporta al pollino para solaz de la clientela.
Don Burra ya no acude a las domingueras dominadas que se armaban casa de don Fer, el tapicero. A ella concurrían con sus respectivas chiquilladas don Chiquito, el yesero; don Chava, de oficio taxista; don Sera, qepd, chofer ferretero; Pelanchita, la criadora de gigantescos marranos; Lena la tendera y su marido el Tenango, administrador nocturno de un hotel de paso en Niño Perdido.
Desde el resistente tocadiscos fluían canciones rancheras, corridos, boleros, cumbias y hasta valses para que, quienes no jugaban dominó se entretuvieran bailando y entrándole con fe a la botana y a las cubas.
Quesadillas, tostadas de pata o tinga, agua de Jamaica, trozos de chicharrón y salsa de chile morita con jitomate asado volaban en un santiamén. Los más deportistas se sobaban la panza y emocionaban frente el televisor ante la proximidad del ¡goool!
Las partidas de dominó se sucedían, al calor de los tragos de Don Pedro o ron Havana con agua mineral y pintadito con refresco de cola. Pobre de quien quedara zapato en la dominada: le tocaba adquirir dos pomos para la reunión del domingo siguiente.
Las esposas aprovechaban para ponerse al tanto de los acontecimientos en el barrio y dejaban sueltos a los chiquillos para que jugaran a las escondidillas, a los encantados, al burro entamalado; ay de aquel que entrara gimoteando, porque se exponía a recibir dos que tres manazos por interrumpir el chisme de las doñas.