Libros de ayer y hoy
Andrés Manuel López Obrador es un hombre de obsesiones. Su fortaleza como opositor, su mayor debilidad como gobernante. Su fijación es la historia; un mal lector del pasado porque parte del prejuicio: buenos y malos; progresistas o conservadores; héroes o traidores; humanistas o ambiciosos. La realidad es más compleja; no la advierten quienes suscriben lo lineal de la vida, de la condición humana o del devenir de una nación.
Los mexicanos han sido condescendientes a las malas lecciones de historia de su presidente. Para empezar, hay una obvia contradicción entre los valores que suscribe y su actuar y el de su gobierno. Su intolerancia y el abuso de los recursos del Estado, le ubicarían en el campo de los malos, de los conservadores. Ni liberal ni de izquierda. La retórica populista no es suficiente; las políticas y los resultados son los que importan. La militarización de la vida civil, su intolerancia y la connivencia con la oligarquía nacional son signos inequívocos del conservadurismo en el poder.
La condescendencia generosa a la narrativa del historiador hace que pierda el sentido de la realidad y, también, del ridículo. Afrenta, descortesía sus lecciones de historia patria al presidente anfitrión en la Casa Blanca. No fue una figura discursiva, válida en todo caso, sino una interpretación de personajes y su trascendencia. Se entiende que en México el presidente use y abuse de su arenga por el pasado, pero en el contexto de la reunión de los dos mandatarios es un capítulo vergonzoso.
López Obrador no cambiará. Sus fijaciones son parte de su estructura personal, y ante la ausencia de autocrítica, sentido de vergüenza y de consejeros que escuche, seguirá comportándose del mismo modo, sin percatarse del ridículo. Para él, suficiente acreditar que las cosas son distintas respecto al ayer. Y, ciertamente, lo son, para mal.
El culto a la personalidad al poderoso es una de las grandes debilidades de nuestra cultura política. Se exacerba cuando quien detenta el poder castiga con severidad al independiente y premia generosamente al obsequioso. Así, parte de los medios, por estrictas razones comerciales y no por oficio periodístico o informativo, se alinean al impulso propagandístico del gobierno. De esta manera, los ciudadanos dar por cierta la falsa idea del éxito de la gira del presidente a Washington. Allá los medios, en su soberbia y desdén de siempre al vecino del sur, México y su presidente no existen. Aquí, la información alternativa, de lo que realmente sucedió es marginal y circula en comunidades cerradas que ven ratificada la mala idea que del gobernante ya tienen. Los aplaudidores de siempre aprovechan la ocasión.
La mejor réplica al gobernante con obsesiones es la información objetiva y diferenciada a la que produce el aparato gubernamental; sin embargo, requiere de empresas dispuestas a asumir los costos y riesgos por su postura independiente. En México existen, como también periodistas y observadores con sentido de lealtad a la verdad, pero no es el curso mayoritario de los medios, especialmente los sujetos a concesión del Estado. Como en el pasado, la comunicación de lo que hace el presidente el exterior se aparta de la realidad, quizás ahora es un poco peor por el impacto que sobre personas, periodistas o negocios imprime la descalificación presidencial desde la plataforma propagandística matutina. Nunca el poder de intimidación contra quienes disienten o critican fue tan ostensible, nada qué ver con una ideología liberal o de izquierda democrática, sino todo lo contrario. Ese y no otro será el registro histórico.
La visita a Washington revela que López Obrador no recibe el apoyo que necesita de su propio equipo. Los errores son comunes, las insuficiencias evidentes y también, la carencia de una visión estratégica. El costo para el país allí está. Un mandatario que habla mucho y nada escucha, resultado de sus obsesiones.