
«Abro Hilo» / El Silencio de los (ex)Presidentes…
«Que sus papás se los lean»: La lección de mi hija en este Día del Niño.
¿Alguna vez te has puesto de rodillas para ver el mundo desde la altura de un niño? ¿Has notado que las banquetas son gigantes, los letreros inalcanzables y hasta pedir la comida en un restaurante parece una misión imposible? En México, este Día del Niño nos confronta con una verdad incómoda: aunque la ley los reconoce como titulares de derechos desde hace apenas una década, Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (publicada el 4 de diciembre de 2014) ¿realmente hemos construido un país pensando en ellos?
Atrás quedaron esos tiempos en donde la infancia era una etapa devaluada, una ciudadanía de segunda. Hoy las leyes y normas nos recuerdan derechos fundamentales: la vida, el desarrollo, la identidad, la familia, la igualdad, la protección contra la violencia y el acceso a la información, entre muchos otros. En teoría, un escudo protector para su presente y futuro.
Pero la teoría choca de frente con nuestra realidad cotidiana. Las políticas públicas, con dolorosa frecuencia, olvidan que en esos pequeños corazones y mentes reside el futuro. La Suprema Corte lo ha dicho: “El interés superior del niño es un principio de rango constitucional, que demanda que en toda situación donde se vean involucrados niños, niñas y adolescentes se traten de proteger y privilegiar sus derechos”.
Sin embargo, al cruzar la calle, al entrar a un parque, al pedir un asiento en el cine, o en el transporte público, ¿dónde queda ese «interés superior»? ¿Por qué nuestros espacios no son diseñados para sus manitas curiosas, sus piernas inquietas, su visión del mundo? ¿Por qué un simple «qué van a ordenar» adultocentrista ignora su presencia? ¿Por qué les negamos la entrada a lugares que también deberían ser suyos?
Hemos llegado a un punto de absurdo social rayando en la estupidez, en nuestra propia Ciudad de México donde la lógica se invierte grotescamente: para alquilar un hogar para tu familia, un requisito inaceptable se alza, equiparando la presencia de un niño con la de una mascota… ¡No se aceptan! ¡Ni niños, ni mascotas! Este eco de tiempos modernos, esta afrenta a la infancia, cuenta con el silencio cómplice de las autoridades, que deberían de ser su principal garante.
No se trata únicamente de construir espacios adecuados. La verdadera transformación radica en colocar a los niños en el corazón de cada decisión gubernamental, desde la meticulosa planeación hasta la tangible ejecución presupuestal, permeando incluso el discurso institucional. Detengámonos un instante en este último punto: los gobernantes y políticos, más allá de sus acciones, ¿alguna vez ponderan el eco de sus mensajes en los oídos jóvenes, las semillas que siembran en las mentes en formación? La respuesta, lamentablemente, es un no. Al omitir la prioridad de la infancia en su retórica, inciden en su pensamiento, a menudo de manera corrosiva. Discursos cargados de negatividad y odio tejen en la psique infantil una narrativa oscura que los afecta directamente, modelando una visión del mundo teñida de pesimismo y confrontación
Imagina por un momento: sus pequeños pies tropezando en banquetas mal hechas, sus manitas sin alcanzar un botón, sus voces tiernas silenciadas por un mundo de adultos ensimismados. Este no es el mundo que merecen.
Este Día del Niño, la pregunta es: ¿estamos realmente honrando ese futuro? ¿O seguimos construyendo un país de espaldas a quienes más lo necesitan? La deuda es grande, pero la oportunidad de cambiar el rumbo, de ponernos a su altura y diseñar un México para ellos, sigue abierta.
Personalmente, esta reflexión sobre la importancia de los derechos de los niños cobró una dimensión aún más profunda la semana pasada. Mi hija, con la sabiduría inesperada de su corta edad, me pidió que escribiera sobre ellos. Ante mi duda sobre si los niños serían la audiencia, su respuesta fue un golpe de lucidez: “Que sus papás se los lean, porque sus derechos son muy importantes”. Esa conversación, ese recordatorio desde la inocencia, me dejó pensando en la responsabilidad que tenemos los adultos de ser la voz de quienes aún no tienen la fuerza para alzar la suya completamente. Los niños deben ocupar el primerísimo lugar en cada cálculo, en cada plan, en cada acción de gobierno, porque, en su esencia más pura, el propósito de cualquier sociedad es velar por su bienestar y asegurar su futuro.
Hagamos un pacto silencioso pero profundo con esa infancia que nos mira con ojos expectantes. Dejemos de verlos como «el futuro» lejano y comencemos a tratarlos como el presente urgente y valioso que son. Escuchemos sus voces, observemos sus necesidades, pongamos su bienestar en el centro de nuestras prioridades. Porque en la sonrisa de un niño feliz, en su mirada curiosa y en su corazón lleno de sueños, reside la verdadera esperanza de un México mejor para todos. La deuda es grande, sí, pero el amor y la responsabilidad que sentimos por ellos pueden ser la fuerza transformadora que necesitamos para saldarla. No esperemos más. El momento de actuar, de construir ese mundo a su medida, es ahora.
Ellos son mucho más que una fuente de alegría para nosotros. Son la razón que le da sentido a la vida, el puente hacia la trascendencia para algunos adultos ególatras. Y son, sobre todo, el futuro de la raza humana.
«Los cimientos del Estado son la educación de sus jóvenes.» – Diógenes.