
¿Hacia dónde va la izquierda?
La palabra «maestro o maestra» está cargada de fuerza; todo lo que significa y sentimos al escucharla es muy relevante, pues mueve fibras sensibles en nuestro ser, ya que es un símbolo que se sitúa en un estrato superior, casi en un pedestal.
Desde la cuna, el ser humano se mueve por la sed insaciable de saber y conocer. Queremos desentrañar los misterios de nuestro cuerpo, la complejidad de nuestros pensamientos, el entramado de nuestra sociedad, la vastedad de nuestro entorno y la inmensidad del mundo; para esto, necesitamos guías que iluminen nuestro camino, y nos muestren la ruta.
Cada nuevo aprendizaje nos brinda satisfacción y sentido de superación. A lo largo de la historia, los maestros han sido los artífices de este crecimiento: aquellos que enseñaron a nuestros ancestros a dominar el fuego, a distinguir el fruto nutritivo del venenoso, a labrar la tierra; los artesanos pacientes que moldeaban el barro y la madera; los músicos que develaban la magia de las notas; los padres, primeros maestros de la vida, que con amor nos advertían de sus propios errores; y por supuesto, las enseñanzas de infinidad de maestros en cada aspecto de la vida que, incluso sin percibirlas como tales, asimilamos para nuestra propia satisfacción y para cumplir nuestros objetivos.
Los franceses, en su sabiduría popular, tienen un dicho que encierra una gran verdad: “Hoy voy a dormir menos tonto”. Una frase sencilla que subraya la trascendencia de cada aprendizaje, por pequeño que sea. Detrás de cada nuevo conocimiento, siempre hay alguien que lo transmitió, aunque a veces, ese alguien seamos nosotros mismos, explorando y descubriendo.
En la historia de la humanidad han existido grandes maestros que nos han brindado sus enseñanzas y han trascendido el tiempo y el espacio. Las ideas de Sócrates, Platón, Hypatia y Aristóteles siguen iluminando nuestro pensamiento; la guía espiritual de Jesús, Confucio y Buda ha marcado el alma de millones; y las innovadoras técnicas de Pestalozzi, Fröbel y la visionaria María Montessori han moldeado generaciones.
En nuestro México, la gesta transformadora de José Vasconcelos, llevando la alfabetización y la educación a los rincones rurales tras la tormenta de las guerras, no solo brindó un derecho humano fundamental a los más desfavorecidos, sino que sembró la semilla de la superación en el corazón de la patria.
Recordemos con gratitud a esos maestros de antaño que convertían el aula en una extensión del hogar, que no solo impartían conocimientos y teorías, sino que inculcaban en sus alumnos los valores, la ética y el amor por la patria.
Estos profesores, y profesoras poseedoras de conocimientos académicos que transmitían con pedagogía y disciplina, eran a menudo un puerto seguro para los niños que huían de las tormentas familiares, encontrando en la escuela alegría, aprendizaje, afecto y comprensión. Se erigían, de manera natural, en pilares que cohesionaban a la comunidad, en figuras de respeto veneradas en pueblos y comunidades.
Pero, en algún momento, el rumbo se desvió. La noble vocación de servicio se torció, cediendo terreno a intereses mezquinos de algunos profesores y sindicatos, que antepusieron sus intereses al bienestar de sus alumnos.
Las razones son profundas y complejas, pero sin duda fueron consecuencia del mismo sistema social y político del momento, en el que la corrupción galopante y la impunidad instituida eran la tónica que se imprimía en todas las acciones dentro de la sociedad. Ante este panorama desolador, algunos profesores claudicaron ante un sistema avasallante, donde el dinero, la corrupción y el poder se erigieron como la única brújula, dejando de lado el verdadero tesoro: el futuro de la educación.
Consecuentemente, la figura del maestro se deterioró y devaluó hasta convertirse, para la sociedad, en un símbolo de desidia laboral y abandono de su esencial tarea de enseñar. Lo anterior, con la salvedad de las honrosas excepciones que siempre existieron, se refiere principalmente a los maestros del sector público, pues los del ámbito privado responden a las exigencias de sus empleadores.
Algunos, desorientados en su misión, cambiaron los libros por las pancartas, buscando en las urnas y las curules un poder que decían usar en nombre de la infancia y la juventud, pero que a menudo se convirtió en un voto corporativo al servicio de liderazgos corruptos. Sin embargo, otros docentes ejemplares continuaron su labor silenciosa pero poderosa, creando materiales innovadores, perfeccionando sus métodos y formando a niños y jóvenes con una dedicación y un cariño inquebrantables.
Tras años de esta dinámica compleja, en tiempos recientes, gracias al esfuerzo incansable de las autoridades y de todos los involucrados en la educación, el panorama ha comenzado a transformarse. Hoy, muchos docentes se han erigido nuevamente como esas figuras de antaño, merecedoras de respeto, porque han vuelto a colocar a los niños y jóvenes en el centro de sus decisiones, priorizando el interés superior de la niñez.
Nosotros, como sociedad, debemos abrazar con convicción la trascendencia del rol de los maestros, profesores y docentes. Revalorar su papel en la sociedad. Ellos no solo trabajan para nuestros hijos; ellos forjan ciudadanos, construyen el tejido social. Estos constructores del cimiento más importante de nuestra comunidad merecen no solo nuestro reconocimiento, sino también nuestro respeto y afecto sincero. Al mismo tiempo, en la educación pública, debemos exigir un desempeño impecable, no solo por su calidad de servidores públicos, sino porque ese lugar de honor que les hemos conferido conlleva un compromiso ineludible, una dedicación profunda y, sobre todo, un amor y un cariño incondicional hacia nuestras juventudes y nuestra niñez.
¿Quién no tiene un maestro o maestra grabado en el corazón? Hoy, en su día, te propongo un ejercicio sencillo pero poderoso: envíale un pensamiento de agradecimiento. Reconoce que la persona que eres hoy lleva consigo una parte invaluable de sus enseñanzas.
«Un maestro trabaja para la eternidad; nadie puede predecir dónde terminará su influencia.» – Henry Adams
¡Gracias, maestros!