
“Democracia palabra para justificar el poder”
En un reporte del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y democracia se consigna que entre el año 2006 y 2022 se alcanzó la cifra de 100,000 desaparecidos. En ese mismo reporte se estimaba que para finales de 2024 el número llegaría a los 120,000.
El peligro de las estadísticas radica en su frialdad. No podemos olvidar que tras cada uno de esos datos hay rostros, sueños rotos, vidas truncadas. En diversos momentos de estos años hemos escuchado sobre los hallazgos de fosas clandestinas con cuerpos inhumados, historias de colectivos de buscadores localizando muertos en diversos puntos de la geografía de nuestro país. Hace ya algunos años, Sergio González, autor de varias investigaciones sobre violencia y desapariciones en México reseñaba que México era un osario, aludiendo a la cantidad de sitios donde habían enterrado a seres humanos.
Algunos expertos han explicado que las desapariciones se han incrementado porque no habiendo cadáver no hay delito que perseguir. Además, ilustra la existencia de una red de tráfico de personas con propósitos de trata de blanca, tráfico de órganos o trabajos forzados.
La crueldad de esta práctica se puede ilustrar atestiguando el dolor de los seres queridos que dejan de saber de algún familiar y viven una incertidumbre permanente, pues no saben qué tipo de sufrimientos estarán padeciendo. Es una pena ininterrumpida que provoca un profundo desasosiego, pues no se puede vivir un duelo, cerrar un capítulo o reemprender un camino.
Los distintos testimonios que pueden encontrarse de los colectivos de buscadoras son profundamente lacerantes. Por ejemplo, el colectivo de madres buscadoras de Sonora reportaba en 2022 haber encontrado en tres años 1230 personas sin vida y 1300 con vida. Los casos de personas vivas tenían que ver con situaciones de miseria y el intento de buscar una vida mejor y cómo en su travesía habían padecido secuestros o golpes. Esta experiencia les causó una pérdida de memoria; también reportaron algunos casos de indigencia vinculados al abuso de estupefacientes. Cada historia deja una estela de dolor en la familia y tendría que sacudirnos también como sociedad. Muchas veces, en cambio, nos volvemos indolentes y los familiares de los desparecidos se encuentran en soledad.
Los buscadores viven con la realidad de una pérdida, muchas veces con sentimiento de culpa y con un deseo de encontrar a quien perdieron y poder restablecer la justicia que ha sido fracturada. Además, con frecuencia las autoridades no coadyuvan en los procesos de búsqueda y están expuestos a muchas vejaciones. Aprenden a vivir con miedo, aunque nunca se extinga una llama de esperanza de poder encontrar con bien a quien no dejan de buscar porque han perdido.
Hace muchos años escuché la historia de mi bisabuela. Uno de sus hijos se perdió en la guerra. Nunca supo de su paradero. Sus demás hijos dejaron atrás su patria de origen y querían que su madre se viniera con ellos. Ella se resistía, pues esperaba el regreso de su hijo Ángel. Finalmente, no tuvo más remedio que venir a México. Vivió vestida de luto, llorando la desaparición de su hijo. Ya anciana, en su lecho de muerte se levantó, dijo: “Ängel, por fin has vuelto”. Se recostó en su cama y murió.
Un hijo, un hermano, un padre, una madre desaparecidos mantienen viva una herida que nunca cierra. Las desapariciones duelen porque te arrancan de la vida a quienes quieres, rompen el centro de la persona, desarraigan a las víctimas, pues viven una especie de ostracismo en su propia patria.