
Aprehenden a Berenice N por probable homicidio de dos hombres en Edomex
“El tiempo está fuera de quicio. ¡Oh, suerte maldita, que ha querido que yo nazca para recomponerla!” Así exclama Hamlet, y con él exclamamos tantos que vivimos horas aciagas llenas de violencia. Tristemente, se vuelve cada vez más cotidiano escuchar noticias de hechos violentos. Las páginas de noticias están llenas de notas que en el pasado pertenecían a pasquines amarillistas, pero que hoy son la realidad con la que se topan muchos mexicanos de manera frecuente.
Asaltos en las unidades de transporte público, cuerpos muertos abandonados en parajes, desapariciones y un largo etcétera. No obstante, de vez en cuando nos cimbran aún algunas noticias que parecen salidas de un cuento macabro. Hace unos días nos enterábamos de la muerte de Fernandito, un pequeño de cinco años, cruelmente separado de su madre, aparentemente por una deuda insignificante, y que fue asesinado.
¿Por qué hemos llegado a extremos donde convivimos con tanta insensibilidad y violencia? Parecen resonar los ecos de Pedro Páramo: “Este mundo que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre”.
¿Qué nos ha sucedido, que hemos pasado de ser un país hospitalario para convertirnos en un lugar donde la vida no vale nada? No pretendo encontrar una explicación absoluta, pero pienso que hay algunos males atávicos que pueden ayudar a captar cómo hemos podido llegar tan bajo.
Hace mucho tiempo que vivimos en un país donde la impunidad es una realidad frecuente. Los crímenes quedan muchas veces sin castigo, y quizá esa realidad provoque, por un lado, un “envalentonamiento” de quien sabe que podrá salirse con la suya y haga que se realicen acciones ilícitas “in crescendo”, porque se piensa que nada tendrá consecuencias.
La impunidad genera, de otra parte, rabia y el deseo de restablecer el orden por cuenta propia. Si la autoridad no hace nada para remediar el mal, puede ser que alguno encuentre en su desesperación motivos para hacerse “justicia” por la propia mano.
Escuchar de tanta violencia también nos insensibiliza. Empieza a ser difícil horrorizarse, pues hay una especie de acostumbramiento incluso a lo más perjudicial. Hace años se explicaba con un experimento realizado con unas ranas: si la rana es arrojada al agua hirviendo, en cuanto la toca, salta y escapa; en cambio, si se va calentando poco a poco, muere cocida dentro de esa agua.
No podemos acostumbrarnos a leer tanta historia de terror y renunciar a pensar que las cosas no tienen remedio y no pueden cambiar. Hace falta, cada vez con más urgencia, un alto que impida mirar esos eventos como normales o inevitables. Urge emprender una cultura de paz, convencernos de que eso no es normal, que es posible vivir nuevamente con seguridad y tranquilidad.
Ante el mal presente se puede actuar con tristeza, pensando que estamos frente a lo irremediable; se puede responder con ira para apartar el mal con fuerza, pero cabe también hacerlo con la energía de la esperanza, que busca remover el mal que nos aqueja para alcanzar un bien que nos impulse y alimente. Ojalá podamos recobrar la fuerza para contrarrestar el mal con una esperanza que sea más grande.
Quizá sea posible mirar de nuevo a nuestra sociedad para ver qué está roto y cómo lo podemos restañar. Todavía es posible despertar y cambiar para recordar que podemos vivir con dignidad.