Libros de ayer y hoy
No tengo nada en contra del éxito, pero sí contra el exitismo, esa manera de ver la vida sólo a través de lo que promueve lo mediático: la transa como el prototipo del bienestar y del triunfo: los títulos, los premios, los reconocimientos, los libros más comprados, el actor del año, los homenajes; incluidos desde luego, el vendedor del mes y el “político honesto” del mañana, calificados no por sus cualidades, sino por los intereses del mercado político y de cualquier otro poder que deje imagen y dividendos.
Este sistema se maneja con un sentimiento de propiedad sobre las personas y lo que producen, y digo: ¿quién no se sintió atraído alguna vez por lo que llaman fama? Conozco gente que tomó cursos de actuación para querer ser como Robert Duval, el abogado que le sostenía la bacinica a Brando, en el Padrino. Otro que vio una entrevista con un escritor de bets seller, y al contemplarlo rodeado de mujeres y coches deportivos, inmediatamente tomó talleres literarios para escribir una novela que lo hiciera millonario (por supuesto, que por lo menos este, fracasó). No quiero ahondar en esas muchachas que se sienten más buenas que el pan, y quieren alcanzar la fama, no importa si es comenzando como “la flor más bella del ejido” o con alguna película porno para principiantes: saben que el instinto de la mujer puede desatar prodigios.
Esto del exitismo, tiene mucho de amarga verdad, es difícil incluso para los que tienen talento, sea de la profesión que sea, o quizá por tenerlo, no se vende, el resultado es el mismo. El sacrificio del talento por convertirse en belleza suele ser patético, pero no por ello se debe esconder lo que se es: entre el genio y la mediocridad existe siempre la dignidad, aunque no se logren del todo los propósitos.
Es una estupidez exigirle a todo un pueblo que sea inteligente, como para descartar lo que no contribuya a la especie humana, por más que la inteligencia y la belleza sean formidables, hay otras cualidades en la persona común y corriente, como la sinceridad, la valentía o la nobleza, y no digamos de la paciencia, entre otras.
La realidad sería más pavorosa, si no existieran estas expresiones de las personas sencillas, que no pueden ni les interesa alcanzar la fama, saben que la única manera de disfrutar de la vida, es no pidiendo garantía de veracidad en nada.
El problema con la fama, es cuando a uno le preguntan de niño, qué va a ser de grande. Yo desde mi adolescencia, elegí no como profesión, sino como un acto de fe, ser una persona, así que me quedé con las palabras, que tienen miles de posibilidades humanistas. Del ser al querer ser, estudié como pude, además ya había aprendido inglés y francés apache en las películas de cine continuado; escribí y siempre supe que hacerlo no tenía valor de precio en el mercado, que leer tampoco valía nada porque es conocimiento y placer nada más, no es intercambiable; supe que enamorarse es un gozo que tampoco le sirve a nadie más, así como el desamor y la búsqueda de la princesa azul ( ya desteñida hacia el rosa con los años y los tiempos postmodernos); no me arrepiento de nada, porque descubrí una fórmula mágica: disfrutar de la belleza y no aburrirme en este planeta. (P.S.A.)