
Rechaza Teoloyucan violencia y llama a Cuautitlán al diálogo
Algo que todos apreciamos es encontrarnos con personas que cumplen su palabra. La vida se llena de certidumbre cada vez que tenemos la seguridad de que alguien actuará tal y como lo ha dicho; en cambio, todo se torna dudoso cada vez que interactuamos con sujetos que se comportan de modo diverso a lo que sus palabras pregonan.
Las relaciones con los demás penden del lubricante de la confianza. La raíz de la palabra sugiere que confiar es tener fe en otro (cum fide). La fe consiste en creer el testimonio de alguien. Dicho más coloquialmente, es fiarse de los demás. Antes, en los estanquillos fiaban la mercancía sabiendo que más adelante se pagaría. Decir “te creo” es tener la seguridad de que sucederá conforme a lo pactado.
En los grupos humanos existen relaciones verticales y horizontales. Las que se dan entre quien tiene un cargo de responsabilidad dentro de una sociedad con las personas respecto de las cuales tiene autoridad, y la que se da entre quienes tienen una situación de igualdad y son pares entre sí. En una dimensión y otra, la confianza es fundamental; de otro modo, la vida se vuelve precaria, resulta complejo hacer planes de largo aliento y no se puede tener la suficiente certidumbre para asumir riesgos y apostar por el progreso de esa sociedad.
La confianza entre iguales es relevante, pero la confianza hacia la autoridad es aún más importante. De la confianza con la autoridad depende, en buena medida, la estabilidad de la sociedad; de otro modo, es muy difícil que se puedan realizar las acciones capaces de configurar el futuro. La situación del comercio mundial, por ejemplo, con tanta volatilidad en los aranceles que fija el gobierno de los Estados Unidos, tiene a todos en vilo y sin saber a ciencia cierta a qué atenerse. La reciente prórroga pactada entre Trump y nuestra presidenta, si bien es algo que conserva el status quo, también prolonga en el tiempo la falta de claridad: todavía no es posible saber cuáles serán las reglas hacia adelante. Es más, nos lleva a preguntarnos si podremos tener unas reglas estables que no vayan variando con frecuencia en plazos cortos de tiempo.
En otro orden, también genera cierta inquietud el comprobar que el discurso político no siempre es avalado con la conducta de los políticos. Es verdad que cada uno puede hacer con sus vacaciones y sus recursos lo que más le guste o convenga, pero algo no cuadra si hay disonancia entre la promesa de un grupo político y su conducta, cuando se observa una creciente incapacidad de ajustarse a una justa medianía, a evitar los lujos y el dispendio. En definitiva, a vivir con mayor frugalidad. Esta falta de sincronía genera una distorsión que, no sería extraño, poco a poco consiga minar la confianza.
Algo parecido sucede cuando hay una reacción desmesurada de una autoridad a la crítica y emplea todos los recursos a su alcance para acallar a quienes ven el mundo de un modo diverso. Es verdad que la libertad de expresión tiene límites, pero también lo es que el libre intercambio de ideas ayuda a fortalecer el diálogo y enriquece la democracia. Vale más un diálogo abierto donde cada uno puede expresar su postura, aportar datos y dirimir con argumentos las diferencias. La fuerza no parece el mejor camino para acallar la diferencia. No cuando quienes ocupan el poder han exigido, con toda razón, desde la otra trinchera el respeto a sus propias ideas.
La confianza pende de la congruencia: esa unidad que se logra a base de ajustar la conducta a la palabra y no a prometer más de lo que se puede cumplir. Si la conducta no puede ajustarse a la palabra, más vale rectificar lo dicho que cobijarlo en una bruma verbal para justificar una conducta que a todas luces contradice la promesa hecha.