
El Humanismo Mexicano en la Medicina
La sabiduría en vacaciones ¿volverá? Tarquino el Soberbio
Vivimos en tiempos gloriosos: ahora los títulos académicos valen más que la capacidad de razonar. ¡Un aplauso para la modernidad! Las universidades han logrado un hito impresionante: expedir toneladas de diplomas mientras la sabiduría real se escurre por las grietas del sistema.
En nuestras queridas instituciones públicas, los títulos llueven como si fueran confeti en una fiesta de egos: especializaciones, maestrías, doctorados… ¡todos suenan tan importantes! Claro, ¿para qué molestarse en comprender el mundo cuando un papel puede proclamarte experto en cualquier cosa?
La academia ha perfeccionado el arte de la ignorancia con maestría. Gracias a las bendiciones del pensamiento neoliberal, ahora tenemos técnicos que juegan a ser gerentes de empresa, preocupados más por la imagen que por tomar decisiones mínimamente sensatas.
Los doctorados, por su parte, han evolucionado hacia una forma de entretenimiento intelectual: investigaciones de impacto cero, tesis con conclusiones más previsibles que el final de una telenovela y programas diseñados para fabricar «doctores» en serie. ¿Crisis educativa? No, hombre, simplemente hemos entrado en la era dorada de la mediocridad con credenciales.
¿Y qué decir de la investigación? Ah, ahí sí que no hay margen para la creatividad. Aquí lo importante es repetir, repetir y repetir. ¿Nuevas ideas? Qué risa. Lo que se premia es citar las mismas fuentes de siempre para que el conocimiento nunca se salga del corral. No vaya a ser que alguien se atreva a pensar por sí mismo.
Por supuesto, la distinción entre conocimiento y sabiduría ha sido oficialmente declarada irrelevante. ¿Para qué aprender a aplicar lo que sabes si puedes simplemente memorizar datos y repetirlos con autoridad? La educación ha conseguido eliminar el enciclopedismo, dejando a los técnicos con un conocimiento tan útil como una brújula en la era del GPS. Pero, eso sí, sus títulos brillan con intensidad.
Y luego vienen las consecuencias: políticas públicas diseñadas con la precisión de un mono jugando a los dardos, gestión de recursos que haría llorar a un contador y decisiones que desafían toda lógica. ¿El resultado? Instituciones ineficientes, recursos desperdiciados y una ciudadanía cada vez más escéptica sobre la capacidad de sus líderes.
Pero tranquilos, que hay solución (al menos en teoría). Si por algún milagro las instituciones decidieran combinar la teoría con la práctica, fomentar el pensamiento crítico y, quién sabe, hasta valorar la experiencia real, quizá podríamos aspirar a un futuro donde las decisiones no se tomen en función de quién tiene más diplomas colgados en la oficina.
En fin, ahí está el desafío: lograr que la gestión pública deje de ser un desfile de títulos vacíos y empiece a ser algo remotamente funcional. ¿Optimismo desmedido? Tal vez. Pero, mientras tanto, seguiremos acumulando expertos que no saben qué hacer con su «expertez».