
Rinden protesta nuevos magistrados de la SCJN en el Senado
Conversar no se reduce al intercambio de palabras. Hablamos con el propósito de transmitir nuestras ideas y sentimientos a nuestros interlocutores. Una verdadera comunicación es plena cuando consigue transferir a otro una idea o un sentimiento. Comunicamos cada vez que ha sido posible volver común algo por medio del diálogo.
El primer paso para una comunicación eficaz consiste en conseguir que, en la mente de quien habla y de quien escucha, haya la misma información. Las ideas de los demás pueden suscitar aquiescencia o discrepancia; es posible estar de acuerdo o no. El punto de partida es que captemos lo mismo; de lo contrario, habrá una disonancia cognitiva y no una verdadera comunicación.
Desde la antigüedad se considera la lexis, las palabras, el discurso, como una de las acciones esenciales de la política. El modo de intercambiar perspectivas para ponerse de acuerdo, el motor de la vida común que permite escapar del empleo de la fuerza. Usar la argumentación es un modo adecuado de mover voluntades, lograr acuerdo.
La palabra busca convencer, lograr que las voluntades, libremente, quieran lo mismo. El arte del discurso es la capacidad de esgrimir razones de modo que puedan ser percibidas como convenientes también por los interlocutores. Así es posible tener propósitos compartidos, proyectos integrados, una auténtica vida común.
Para dar razones es necesario saber lo que sucede. Tener información suficiente para provocar una reflexión conjunta. Hace falta dedicar tiempo al estudio, a la observación, a la escucha, al intercambio de pareceres.
Los antiguos salían de sus casas y se reunían para intercambiar perspectivas. Todavía, no hace mucho, podía observarse en los pueblos a las personas que sacaban su silla a la banqueta y, congregadas en pequeños grupos, hablaban de todo lo que les era común.
Quizá hagan falta más comidas donde se practique el ostracismo temporal de los teléfonos celulares y donde nos volquemos a bosquejar el mundo que deseamos vivir. Descubrir cuáles son las preocupaciones de los demás, dónde están sus anhelos, en qué radican sus carencias, cuáles son los motivos por los que ven el mundo de una manera distinta a la mía.
Es momento de cultivar la curiosidad. Un deseo profundo de saber y de enterarnos. Despertar de la apatía que nos permite vivir instalados en la indiferencia y renunciar a la comodidad de que sean otros quienes decidan por nosotros. Junto con la curiosidad conviene fomentar un espíritu abierto: albergar la ilusión de incorporar lo nuevo y descubrir, al mismo tiempo, el valor perenne de mucho de lo antiguo.
La sociedad pide una mayor aceptación de unos y otros. Evitar la etiqueta fácil que permite descalificar la opinión no compartida con un adjetivo calificativo simplista que la invalida. Quizá el punto de vista diverso enriquezca más el propio y pueda gestar uno nuevo y compartido.
Hace falta querer tener un proyecto común. Es más comprometido tratar de encontrar los puentes y seguir trabajando para derribar tantos muros. Dejemos obrar el poder de la palabra, ejerciendo nuestra capacidad de levantar la voz y cultivando la escucha que puede hacer germinar nuevas ideas y más profundas convicciones.