
Atropellan a hombre en San Mateo Atenco; fallece en el lugar
Hace unos días, platicando con mi mamá, me hizo una reflexión sobre el papel que jugamos los ciudadanos en la sociedad. Me habló de la comodidad de la crítica, de esa postura de solo exigir desde el teléfono o la computadora, de la inacción ante los problemas y de creer que todo lo debe solucionar el gobierno. Su reflexión me obligó a pensar en algo más profundo: ¿Qué estamos haciendo como individuos para construir la sociedad que anhelamos?
No hablo del rol político, sino de cómo nos involucramos en la creación de una sociedad mejor cuando el gobierno no cumple. Se trata de una acción que nace de un examen de conciencia, de la responsabilidad que va más allá de la elección en las urnas. Es la diferencia entre ser un simple espectador y un actor principal en la obra de nuestra propia realidad. Esto, sin caer en los modelos de la llamada sociedad civil organizada que, desde mi punto de vista, a veces desvirtúan sus acciones por la forma en que algunos grupos las utilizan.
Pensemos en el bache frente a nuestra casa. ¿Cuántas veces solo lo vemos hacerse más grande, o nos limitamos a reportarlo, como si fuera un problema ajeno, sin ser capaces de hacer algo más? Tal vez no nos corresponda taparlo con asfalto, pero si el problema perdura, el daño es para todos. O cuando somos testigos de la corrupción o las malas prácticas de un funcionario público y las ignoramos, pensando que no es nuestra incumbencia. Al dejar pasar estas acciones, nos afectamos a nosotros mismos y a los demás. Esta inacción, a menudo justificada por la desconfianza, crea un vacío que ninguna ley puede llenar.
Es en este vacío donde se gesta el problema más grave que nos aqueja: la violencia y la inseguridad. Vemos a nuestros jóvenes, seducidos por el crimen organizado, y sus familias culpan al gobierno. Y en parte tienen razón. El Estado tiene una deuda con nuestra juventud. Pero la maldita ola de violencia no se detiene si no nos involucramos. Detrás de cada joven que se pierde, hay un espacio de prevención y valores que la familia y la comunidad debieron fortalecer. Es un círculo vicioso donde la apatía ciudadana alimenta la ineficacia del gobierno.
La desidia y la comodidad que a menudo preferimos son un lujo que no podemos permitirnos. El individualismo se ha impuesto al sentido de comunidad, y nos hemos refugiado en la seguridad de nuestras propias burbujas, comunicándonos a través de pantallas, pero sin una conexión real con el prójimo. Este aislamiento tecnológico ha generado una falta de solidaridad y de fraternidad que indudablemente repercute en la calidad de vida de la colectividad. Una sociedad que no se ve a sí misma como un equipo es menos feliz, menos resiliente y más vulnerable.
Es indispensable ser críticos con los malos gobiernos. Pero también, debemos detenernos a pensar qué estamos haciendo cada uno de nosotros por nuestra sociedad. Tal vez la respuesta no esté en grandes gestos, sino en pequeñas acciones cotidianas. ¿Qué pasaría si tan solo fuéramos más amables? ¿Si cediéramos el paso, si diéramos los buenos días con una sonrisa?
Estas acciones, que parecen insignificantes, son las que construyen la comunidad. Un simple gesto de amabilidad o una mano extendida pueden romper las barreras del individualismo y recordarnos que estamos todos en el mismo barco. Construir una mejor sociedad no es tarea exclusiva de los gobernantes; es una labor que nos concierne a todos, un acto de amor y responsabilidad que se manifiesta en cada interacción. Se trata de un cambio de conciencia, que nos permita entender que nuestro bienestar personal está íntimamente ligado al bienestar de nuestra comunidad.
La política pública no puede resolver la falta de solidaridad. La fraternidad y la cohesión social no se legislan, se construyen con pequeños actos de bondad y empatía. Este es el verdadero reverso de la moneda de la política pública: la parte que no se ve en los discursos, pero que es la más importante de todas. La parte que habla de la gente, de su capacidad de autogestión y de su inmenso poder para transformar su propia realidad.
La invitación es a dejar de ser espectadores pasivos y convertirnos en protagonistas de nuestro destino colectivo. Las grandes transformaciones sociales no inician en los palacios de gobierno, sino en las calles, en los barrios y en la conciencia de la gente. Es ahí, en el corazón de la comunidad, donde reside el verdadero poder. Y es esa construcción, hecha desde el corazón y con nuestras propias manos, la que nos hará una sociedad más fuerte y más humana.
"La fraternidad no se impone, se cultiva".- Albert Camus