
La Política Mexiquense
Durante décadas, México abrazó con fervor los postulados de la economía neoliberal, un modelo que prometía eficiencia y prosperidad a través de la reducción del Estado y la apertura al mercado. Sin embargo, al observar con detenimiento el estado actual de nuestro sistema de salud, resulta innegable que esta receta económica ha dejado una profunda cicatriz, erosionando la calidad, la universalidad y, en última instancia, exacerbando la dolorosa brecha entre ricos y pobres.
La promesa de un mercado eficiente en la salud se tradujo, en la práctica, en un sistemático subfinanciamiento del sector público. Hospitales y centros de salud languidecieron ante la falta de recursos, el personal médico se vio sobrecargado y la disponibilidad de insumos esenciales se convirtió en una lotería. En este escenario de mengua estatal, floreció un sistema de salud dual: uno de excelencia para quienes podían costearlo en el sector privado, y otro precario y limitado para la vasta mayoría que dependía de un erario cada vez más exiguo.
La tan anhelada universalidad se quedó en el papel. Iniciativas como el Seguro Popular, un negocio para la clase política panista, no lograron cerrar la brecha del acceso efectivo. Millones de mexicanos continuaron, y continúan, desprotegidos, enfrentando la angustiante realidad de que la salud se convirtió en un privilegio y no en un derecho fundamental. Las cifras recientes son alarmantes: más de 50 millones de personas en nuestro país carecen de acceso a la seguridad social y servicios de salud. Este dato no es una mera estadística; representa historias de sufrimiento, de diagnósticos tardíos y de familias enteras al borde del precipicio económico ante la enfermedad.
La lógica implacable del mercado en la salud tuvo otra consecuencia perversa: el aumento del gasto de bolsillo. Ante un sistema público debilitado, las familias se vieron obligadas a desembolsar sumas significativas para atender sus necesidades médicas. Este gasto, muchas veces catastrófico, no solo mina la economía familiar, sino que empuja a miles al abismo de la pobreza o profundiza su ya precaria situación. La enfermedad, en este contexto, deja de ser una desgracia individual para convertirse en un factor de empobrecimiento colectivo.
Las poblaciones más vulnerables han sido las más castigadas por este modelo. Indígenas, habitantes de zonas rurales y quienes viven en la pobreza extrema enfrentan las mayores barreras para acceder a una atención médica digna. Las desigualdades regionales en salud son un claro reflejo de un sistema que priorizó la lógica del mercado por encima de la equidad y la justicia social.
Es hora de reconocer que el dogma neoliberal en la salud ha fracasado en México. La salud no puede ser tratada como una mercancía más, sujeta a las leyes de la oferta y la demanda. Es un derecho humano inalienable que exige una inversión pública robusta, una visión de universalidad real y un compromiso inquebrantable con la equidad.
El camino hacia un sistema de salud justo y eficiente pasa por revertir las políticas que lo han debilitado, un nuevo sistema de salud que asuma la prevención y la atención primaria como políticas fundamentales. Se requiere de un Estado rector, fuerte, presente y comprometido con los pobres, capaz de garantizar el acceso a servicios de calidad para todos los mexicanos, sin importar su condición económica o su lugar de residencia. Solo así podremos comenzar a sanar las heridas que el neoliberalismo infligió a la salud de nuestra nación y construir un futuro donde la enfermedad no sea sinónimo de desigualdad y pobreza.