
La polarización Vs. Promoción de la Participación Ciudadana
En México no fue necesario esperar una pandemia para constatar que el sistema de salud estaba en terapia intensiva. Desde antes de que llegara el Covid-19, cientos de centros de salud y hospitales ya se encontraban en ruinas, fantasmas silenciosos del saqueo y la desidia de los gobiernos de derecha (PAN y PRI) que prefirieron la opacidad de los contratos privados a la inversión directa en el bienestar de la gente.
Al primero de diciembre de 2018, 327 establecimientos públicos de salud habían sido abandonados e inconclusos: 217 centros de salud y 110 hospitales que no recibieron obra, mantenimiento e insumos, pero sí millones del erario a la corrupción. Lo más escandaloso es que estos números no se deben a una catástrofe natural ni a una guerra, sino al cinismo estructurado de la clase política panista y priista que convirtió la salud en un negocio de papel.
Los datos son contundentes. Oaxaca encabezó la lista con 90 unidades médicas abandonadas, le siguió Veracruz con 45, Jalisco con 41 y Guanajuato 22. Es decir, en estas cuatro entidades se concentró casi la mitad del déficit nacional. ¿La causa? La combinación letal de promesas incumplidas, corrupción en la ejecución de obra pública y abandono administrativo sistemático.
En Oaxaca, por ejemplo, muchos centros de salud estaban terminados en su estructura, pero vacíos: sin personal, sin electricidad, sin equipo médico. En Veracruz, los casos de fraude y simulación llegaron a tal nivel que algunas clínicas fueron “reinauguradas” hasta tres veces sin que nunca entraran en operación.
Mientras se abandonaban hospitales públicos, los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto impulsaban con entusiasmo las Asociaciones Público-Privadas (APP): una figura que trasladó el diseño, construcción y operación de hospitales a empresas privadas bajo contratos leoninos, multimillonarios y en condiciones lesivas para el Estado.
Así se entregaron hospitales como el de Ixtapaluca y el de Zumpango cuyo costo fue veinte veces mayor a su equivalente en Iztapalapa (Belisario Domínguez) , adjudicados a empresarios cercanos al poder, entre ellos Hipólito Gerard Rivero (cuñado de Salinas de Gortari) y Juan Armando Hinojosa Cantú (amigo del expresidente Peña Nieto). Bajo este modelo, el gobierno federal pagaba rentas anuales de hasta 585 millones de pesos por hospital, comprometiendo recursos públicos por hasta 25 años y acumulando deudas sin transparencia ni evaluación social.
Los gobiernos de Calderón y Peña Nieto no solo descuidaron la infraestructura hospitalaria: la convirtieron en un mercado. ¿De qué sirve inaugurar un hospital si no hay médicos? ¿De qué sirve la foto en campaña si al día siguiente el quirófano está cerrado? El resultado fue una red hospitalaria desigual, ineficiente, y en muchos casos inútil.
Para 2018, había hospitales semiterminados pero cerrados, otros que jamás fueron equipados, y algunos más que ni siquiera contaban con acta de entrega-recepción. Así se nos heredó un sistema de salud fragmentado, caro y colapsado.
No hay derecho más urgente ni más humano que el derecho a la salud. Pero durante más de una década, ese derecho fue convertido en objeto de negocio, en oportunidad política, en botín. Lo que se necesitaba era inversión pública honesta, cobertura territorial efectiva, y voluntad política de servir al pueblo. Lo que se hizo fue lo contrario: maquillar cifras, pagar sobrecostos, y condenar al abandono a millones de mexicanos que siguen esperando un médico… o al menos una sala abierta.
Hoy el deber del Estado mexicano de revertir esta situación ha sido asumido con gran compromiso y responsabilidad por los gobiernos de la cuarta transformación. Rehabilitar esos hospitales, auditar los contratos, y garantizar que nunca más un hospital se construya para servir a una empresa, en lugar de a una comunidad.