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Hace muchos años aprender estaba vinculado de manera profunda con la memoria. Las grandes historias se transmitían oralmente y, poco a poco, algunos las aprendían para compartirlas con otros o llevarlas a lugares lejanos. En este proceso era imprescindible apropiarse del conocimiento. No es difícil imaginar cómo, cada narrador, iba imprimiendo su propio estilo al relatar la epopeya o transmitir la información. Así se iba gestando una fusión entre el narrador y su historia. El acto de conocer era la integración del conocimiento con la propia existencia.
Por eso Platón, al contar la leyenda del momento cuando Hermes entregó la escritura a los hombres, subrayó la advertencia de que ya no sería necesario almacenar los datos en la memoria. La escritura permitiría tener el relato siempre a la mano y poder así usarlo cada vez que uno quisiera, sin necesidad de aprenderlo de memoria. El hombre reprochó al dios hacer del conocimiento algo extrínseco, una simple cosa, algo que podría tenerse, pero con la que sería más difícil identificarse.
Más adelante con la aparición de la imprenta y la posibilidad de multiplicar los textos, los libros fueron extendiéndose como instrumentos de propagación de la cultura. Para aprovecharlos era necesario leer y, si se deseaba saber de muchas cosas también ejercitar la memoria, para atesorar un saber que terminaba volviéndose uno con quien aprendía. No obstante, era posible tener libros solamente como instrumentos de decoración sin sumergirse dentro de ellos.
Hoy acceder a la información es muy sencillo. Basta con recurrir a un buscador en internet y, casi de modo inmediato, nos encontramos con los datos que deseamos consultar. Además, unas cuantas órdenes a la inteligencia artificial nos permiten obtener un resumen y presentarnos una idea general de cualquier tema en poco tiempo. Sin embargo, apropiarse del conocimiento implica mayor determinación: no basta ser simples consumidores de información y establecer una mera relación externa, hay que hacerlos propios. Cabe, además el peligro de creer todo lo que se lee acríticamente y consumir información desestructurada o falsa.
A la par de estos avances increíbles, encontramos un modo sencillo de satisfacer nuestros gustos. Para leer algo basta descargar un libro en línea, para escuchar una canción basta un clic. La vida, al menos en muchos de sus rasgos, pareciera encontrarse a la distancia de un comando. Todo se resuelve de inmediato.
En virtud del desarrollo de los algoritmos predictivos, los buscadores no se limitan a presentarnos lo que explícitamente solicitamos. Nos van conociendo y se toman la licencia de ofrecernos productos similares que podrían interesarnos. Navegar por internet se vuelve una afición en la que puede uno ir brincando de un tema a otro, descubriendo cosas que no sabíamos que existían y que nunca hubiéramos pensado que podría interesarnos. Un viaje sin propósito y sin término.
Es indudable que los avances tecnológicos tienen muchos elementos positivos y resultan grandes facilitadores de la vida. Pero, como todo en la condición humana, no están exentas de sus sombras y riesgos. Uno de esos peligros es la disminución del hábito de pensar o desarrollar la costumbre de derrochar horas de nuestras vidas deambulando sin rumbo por la red.
Conocer es más que acceder a algunos datos u obtener información. Pensar implica distinguir, valorar la importancia de una determinada cuestión, reconocer su sentido y percatarse de su aplicación: profundizar. Para tener una mejor comprensión de la realidad y de uno mismo, hace falta la reflexión, no simplemente acceder a datos. Los hombres nos transformamos conociendo y queriendo, esas acciones inciden en nuestro modo de ser. Podemos ser consumidores de información o protagonistas del conocimiento. La decisión es nuestra.