
Picotazo Político: la corrupción no se acabará
La historia de México y sus migrantes ha estado marcada por una constante paradoja: quienes se fueron en busca de oportunidades terminaron, a fuerza de trabajo, sosteniendo con su esfuerzo la economía del país que los expulsó. Las remesas que envían no solo representan dinero: son testimonio de sacrificio, separación, esperanza y resistencia. Por eso, cuando esas transferencias caen o se amenazan, no solo tiemblan las cifras macroeconómicas, también se vulnera la dignidad de millones de familias mexicanas que dependen de esos recursos para sobrevivir. Hoy, las remesas están bajo presión.
En mayo de 2025, las remesas registraron una baja interanual del 4.6 %, sumando 5 360 millones de dólares. Esta cifra no es un dato aislado: abril ya había mostrado una caída preocupante, la más severa en más de una década. Lo que estamos presenciando no es una fluctuación técnica del mercado cambiario o del ciclo económico. Es el reflejo directo de la incertidumbre migratoria en Estados Unidos, la inseguridad laboral de nuestros connacionales y el miedo que los paraliza. Menos remesas significan menos alimentos, menos medicinas, menos educación, menos ahorro. Significan, también, angustia cotidiana en miles de hogares del sur, del altiplano y del norte profundo.
A este fenómeno se suma un factor aún más alarmante: la decisión del Senado de Estados Unidos de aprobar un impuesto del 1 % a las remesas enviadas en efectivo, impulsado por la administración de Donald Trump bajo la excusa de financiar el control fronterizo y penalizar el envío de dinero sin declarar. Aunque la medida aún debe pasar por la Cámara de Representantes y no afectaría a transferencias electrónicas, su intención es inequívoca. Castigar fiscalmente a quienes envían dinero a sus familias es una forma de criminalizar la migración y socavar su poder económico. Se trata de una maniobra ideológica que no solo busca recaudar fondos, sino reafirmar una narrativa de odio, donde el migrante es siempre sospechoso, nunca digno.
Frente a este panorama hostil, la respuesta del gobierno mexicano ha sido contundente. La presidenta Claudia Sheinbaum anunció que el Estado reembolsará ese 1 % a los migrantes mexicanos, siempre que usen los canales formales de la Financiera del Bienestar. Esta no es solo una medida de protección económica; es un acto político de soberanía. Se reafirma así que el Estado mexicano no permitirá que la política exterior de otro país condicione los ingresos de millones de familias. Se envía, también, un mensaje de confianza y respaldo a quienes, desde lejos, sostienen con su trabajo gran parte de nuestra economía nacional.
Las remesas no son una dádiva, ni un milagro. Son fruto del trabajo más arduo, de la intemperie, del esfuerzo anónimo. Han superado, año con año, los ingresos por petróleo, por turismo, por manufactura. Son el motor silencioso que mantiene a flote a cientos de municipios marginados. Una baja sostenida, como la que estamos empezando a observar, tendrá efectos devastadores en comunidades que ya viven en la precariedad. No podemos seguir dependiendo de la diáspora sin ofrecerle garantías ni reconocer su sacrificio. Es inmoral construir política pública sobre la espalda del que se fue sin darle ni siquiera la certeza de que su esfuerzo será cuidado.
Hoy, más que nunca, toca defender a nuestros migrantes. No solo con discursos emotivos en la plaza pública, sino con decisiones firmes, con instituciones sólidas, con rutas seguras de retorno y con canales confiables para que su dinero llegue íntegro a casa. Enfrentar impuestos punitivos, garantizar mecanismos financieros justos y dignificar su contribución debe ser una política de Estado. Porque cada dólar que cruza la frontera nace de una jornada bajo el sol, de un riesgo en la noche, de una lágrima en silencio. Y porque México, con justicia y gratitud, debe proteger lo que con tanto esfuerzo se ha ganado.
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