El fin del INE o la reforma que se asoma
Con indudables logros en distintos rubros, el presidente Peña Nieto tuvo fallas y omisiones que contribuyeron a que su gobierno y partido fuesen rechazados en las urnas, y en la silla con el águila y la serpiente quede sentado Andrés Manuel López Obrador.
Sombras.- El origen de sus errores se encuentra en una sola palabra: arrogancia.
Peña Nieto no era así, pero dejó que su principal asesor, Luis Videgaray Caso (un buen canciller), le imprimiera un sello de altanería y de soberbia a su gobierno que arruinó la principal virtud del mandatario que se va en tres semanas: la capacidad de conectar con la gente.
Se dejó encerrar en Los Pinos y le faltó firmeza para ubicar en su lugar a su gran amigo y consejero.
Como apunté en la columna del pasado tres de septiembre, Peña Nieto nunca trasmitió afecto por sus gobernados y desestimó el respaldo popular como sostén de su proyecto.
Un proyecto de cambios de gran calado como el que emprendió, necesitaba que el presidente Peña fuera los fines de semana a estrechar manos en colonias populares, organizar comités de vecinos, abrir grifos de agua, regañar gobernadores y presidentes municipales, en lugar de jugar golf con sus amigos.
Fue un presidente lejano al que le faltó contacto físico y afectivo con la gente.
No frenó a tiempo la corrupción desbocada de algunos gobernadores y funcionarios federales.
Reaccionó con desdén inicial ante bombas políticas como la casa blanca.
Invitó a Donald Trump a Los Pinos en plena campaña presidencial, cuando más nos insultaba.
Menospreció los efectos emocionales del socavón de Cuernavaca, y no castigó políticamente a los que tenían que pagar por ello. No era sólo un asunto de justicia, sino de respuesta política ante el malestar por la tragedia.
Tarde y mal reaccionó Peña Nieto ante el crimen de los 43 normalistas en Iguala, donde los responsables políticos de la masacre lo pusieron a él como el asesino que no es, y quedaron impunes.
No fue capaz de revertir la inseguridad y la violencia, y deja al país lastimado por una dramática crisis delictiva.
Con su desidia para actuar a tiempo dañó gravemente a un partido histórico, de centro, indispensable para amortiguar la polarización que se avecina.
Nunca quiso ver a López Obrador como el rival político a vencer. Lo apuntamos aquí desde 2013: “AMLO está en la lona, pero está en el ring”.
Su herencia puede que no sean los grandes cambios que impulsó, porque su sucesor se encargará de hacer retroceder las manecillas de esta historia.
Pero sería injusto cargarle a Peña Nieto la responsabilidad total de un gobierno impopular.
La sociedad -es decir, todos nosotros- se ensañó contra él durante los seis años de su mandato.
Todo ello trabajó para hacer ganar a su antítesis: López Obrador.
Las redes sociales y los Whatsapp se saturaron con burlas y escarnio por razones tan baladís como pronunciar mal una palabra en inglés.
O por ponerse unas calcetas extrañas para correr.
Equivocarse en una suma durante un comentario informal.
Haber dicho volvido en lugar de vuelto.
O estar casado con una actriz exitosa que vive y viaja como actriz exitosa.
Personajes y organizaciones que representan, o dicen representar a la sociedad civil, lo golpearon y fiscalizaron con dureza extrema.
Ese rigor no lo tienen hacia los desplantes autoritarios y antidemocráticos del presidente electo.
No dejaron que hubiese mando policial único, ni Fiscal General nombrado por la mayoría en el Senado, y pusieron la mirada inquisidora y burlona en cada movimiento de los familiares del presidente, para denunciar y acusar.
Ahora no hacen lo mismo con el presidente electo.
Se entiende: no es igual ponerse enfrente de un presidente demócrata, que los va a respetar digan lo que digan, que hacerlo con un presidente autoritario que los desprecia y los tiene en la mira.
En síntesis, ahí están las luces y las sombras de Peña Nieto.
La sociedad mexicana lo juzgó y lo reprobó en las pasadas elecciones.
Pero ese juicio no siempre coincide con el de la historia.
Con los años, veremos.