Se instala Comisión para renovar la dirigencia del PRI Edoméx
Muestra de la más delicada, la más exquisita civilidad, es el saludo. En la manera de saludar se conoce a las personas, y por el acto del saludo se diferencia sustancialmente las personas de las bestias.
Si este es culto y refinado, el otro torpe o muy a la pata la llana, y el de más allá grosero o truhan, lo conocerán por el saludo. Por el saludo, también, verás en la cuenta de quien peca de muy pagado de sí mismo; se revelará la altivez que no se justifica, o la nobleza de espíritu que en sencillez se envuelve. Un rostro, unos ojos, unos labios que se iluminan al saludar, quedarán en su recuerdo por toda la vida.
Ahora, que no todos saludan del mismo modo; y aún, algunos, ni saludan.
Estamos sobre la barda de un corral. Hay en el corral algunos animales: caballos, vacas o mulos. Entran de pronto otros mulos, vacas o caballos. No advertiremos en ellos ninguna señal de inteligencia. A lo más, se miran o se olfatean, y luego quedan tan tranquilos.
Pues bien: elocuente semejanza notarás entre estos honestos cuadrúpedos y la persona que, al entrar en recinto donde se hallan otra u otras, no se acuerdan de que son persona y olvidan el saludo.
Las fórmulas del saludo en Oriente no son como se cree, signos de humildad y abyección ante el extranjero, sino simplicidad adorable.
Basándose en un sentimiento religioso, expresan anhelo de que el sujeto a quien se dirigen goce de paz: soberano bien para un pueblo pastoril. En Occidente, el saludo, menos estático, más efusivo, libre y cordial, aparece lleno de simpatía.
Ya saludaban los egipcios. Hacianlo—- según Herodoto—- inclinando el cuerpo en señal de respeto y bajando la mano hasta la rodilla. A veces, ponían la mano sobre el pecho, o curvaban el tronco con una o ambas manos al nivel de la rodilla. Pero el modo ordinario de permanecer en presencia de un superior era con la mano puesta a través del pecho hacia el hombro opuesto; después se inclinaban bajando la otra mano hasta la rodilla.
Más que en actitudes, el saludo consistía en palabras entre griegos y romanos. La expresión salutatoria del griego era: «Hallate bien», o, más a menudo: «Regocíjate», concepto este último revelador de que en la luminosa Helade, lo principal y más importante era llenar la vida de alegría. Los romanos decían: «¡Ave!» por la mañana, y «¡Salve!» (sé salvó) por la tarde; «Vale» (sé fuerte) su palabra de despedida.
Acostumbraban, además, unos y otros —- como nosotros—- darse la mano derecha; tal acto era prenda de fidelidad, devoción hospitalaria.
Los propios bárbaros copian de los antiguos —- espejo de elegancia —- el saludo. Se extrema y refina este más acá del periodo medieval. En el Siglo XVI, los hombres saludan descubriéndose, y las damas doblando la rodilla con mucho hechizo y gentileza.
Árabes y hebreos persisten en aquel su arraigado concepto de «la paz sea contigo», en su «Salam aleika» y en su «Shalom».
En otros pueblos, el saludo va de acuerdo con el clima: «¿cómo va la transpiración? Transpire usted abundantemente», dicen los egipcios; en tanto que en los chinos —- según cuentan —- el pensamiento del saludo es delicadamente gastronómico: «¿Ha tomado usted su arroz? Y el estómago, ¿va bien?»
Los persas, por el contrario, en cuyo país, quemado por el sol, no se tiene delante sino luz ardiente y espesas sombras, y donde abanico y quitasol son emblemas supremos, no encuentran ni usan mejor saludo que éste: «Pueda tu sombra no disminuir jamás».
Viniendo ahora a nosotros, ¿quién duda que hemos gozado siempre fama de saludar y cortes?
Nuestro ceremonial ha sido y es vasto y complicado. Nadie puede trasponer, sino al cabo de no pocas pamemas, una puerta. «Pase usted». «No, de ninguna manera: usted primero». Hágame usted favor…» “sírvase usted …”
Al primer tipo con quien nos encontramos en la calle, le ofrecemos la propia casa, asegurándole que es suya. Es signo de extremada cortesía que, en la mesa, el invitado coma, no a su gusto y talante, sino con riesgo de que al abandonar los manteles se derrumbe víctima de un “miserere”.
Somos “servidores” de Todo el mundo, aunque maldito lo que pensemos servirle. ¡y ni qué hablar de fórmulas ya en desuso, como la del “ya tiene usted un nuevo criadito a quien mandar”, que por el treinta y tantos del siglo puso en aprietos a la ínclita señora Calderón de la Barca!
¡Simplezas! —- se argüirá —- ¡Palabras vacías de sentido!
No del todo; sin embargo. Tienen uno y muy importarte, por cierto: el de suavizar el trato humano.
Ante todo, hay que saludar.
Y por más que algunos adopten la costumbre yanqui del “buenos días” o “buenas noche” con las manos en los bolsillos, y que tal o cual señorita enarbole y agite el brazo derecho para saludar de lejos a una amiga o amigo, seguimos creyendo, los más, que el saludo es la piedra del toque de la cortesía.
Dime cómo saludas, y te diré quién eres. Pero, si no saludas, no eres nadie.
Fragmento