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MÉXICO, DF, 12 de octubre de 2014.- Si el principal negocio del crimen organizado en México es el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, ¿por qué asesinar estudiantes que no tienen ninguna relación con ello?, se preguntan con lógica impecable los periodistas del periódico español El País en su edición de este domingo.
Consternados, aventuran una respuesta: “el gobierno municipal y el crimen organizado actuaron de manera coordinada en el artero asesinato de seis estudiantes normalistas y de la desaparición forzada de 43 de sus compañeros en la ciudad de Iguala”.
Y es que hay una larga lista de autoridades municipales, candidatos y activistas políticos locales que han sufrido atentados o han sido asesinados por el crimen organizado.
Para entender los motivos represores del crimen organizado, El País recomienda a los lectores europeos que se debe empezar por reconocer uno de los cambios más importantes en la industria criminal de los últimos años: “el crimen organizado ya no sólo intenta monopolizar el trasiego de la droga, ahora va por el poder local”.
En las zonas de disputa territorial entre bandas de traficantes, los mejor organizados han expandido su acción paulatinamente a la industria (minería, petróleo, combustible, agricultura, turismo…) y a las más rebuscadas formas de la explotación humana: tráfico de niños, de personas, secuestro, despojo y extorsión, entre otras.
Pero van por más y lo quieren todo, advierten los reporteros españoles. Los grupos criminales encontraron un nuevo y valioso botín: el municipio y sus contribuyentes, y no parece haber poder federal que los detenga.
Para apoderarse de los municipios y sus contribuyentes, los grupos criminales empezaron por doblegar a las autoridades locales. Mediante el soborno o la extorsión, fueron subordinando a los presidentes municipales en las zonas de conflicto.
En los seis últimos años se han identificado más de 300 atentados y ejecuciones de autoridades locales por parte del crimen organizado, y Michoacán y Guerrero encabezan la lista con más de un tercio del total de ataques.
En esas regiones ser autoridad pública se ha convertido en un empleo de alto riesgo, y el crimen organizado ha logrado llevar al poder a sus propios candidatos, como parece haber sido el caso del alcalde de Iguala.
Para lograr la hegemonía local, los grupos del crimen organizado requieren de una sociedad desarticulada y aterrorizada, incapaz de cuestionar y desobedecer los dictados de las autoridades de facto, por lo que buscan establecerse en zonas con poca organización social.
Pero cuando las zonas estratégicas para el trasiego y la producción de droga están en lugares donde operan fuertes movimientos sociales y comunitarios, como Iguala, los grupos criminales intentan doblegar a los colectivos sociales mediante la compra de sus líderes o mediante la represión selectiva y ejecuciones ejemplares.
En este sentido, destaca El País, la masacre fue un acto de reconstitución del poder local, una acción brutal con la que las autoridades municipales y los grupos criminales quisieron dejarle en claro a los movimientos sociales de la región quién es el mandamás.
Fue, también, una ejecución ejemplar para incentivar a los ciudadanos y a los pequeños y medianos empresarios y comerciantes de la región a continuar pagando el “derecho de piso” y con ello consolidar la toma criminal del poder en la zona.
Esta forma salvaje y brutal de reconstituir el poder local solamente es posible mediante la protección de que disfrutan los grupos del crimen organizado y que han tejido por décadas en las procuradurías estatales, en las policías ministeriales, en los ministerios públicos, en las prisiones, en las delegaciones estatales de la Procuraduría General de la República (PGR) y hasta en su propia sede.
Estos actos brutales de reconstitución del poder local en Guerrero son posibles, también, por la larga historia de impunidad de la que han gozado los gobernantes del estado desde los años dorados del autoritarismo priista hasta nuestros días.
La brutalidad de la guerra sucia de los gobiernos del PRI en contra de grupos guerrilleros y estudiantiles disidentes de los años 70 alcanzó, en el caso específico de Guerrero, niveles equiparables a las guerras sucias de Chile y Argentina.
Pero estos actos quedaron impunes y la misma clase política que asesinó a disidentes sociales se ha mantenido en el poder bajo el cobijo del PRI y ahora de la izquierda partidista.
Aunque el mundo ha cambiado y México y Guerrero han cambiado, la impunidad es la constante. Y esa impunidad hace posible las matanzas de Aguas Blancas y El Charco y ahora la ignominia de Iguala.
En Guerrero, gobernantes y criminales, ya sea separados o coludidos, saben que atacar a la ciudadanía e intentar eliminar a grupos sociales disidentes son crímenes que no se castigan.
Cuando el alcalde de Iguala o su secretario de seguridad o el subsecretario ordenaron los disparos en contra de los estudiantes y entregaron a los detenidos a los sicarios para que dispusieran de ellos, tenían, tristemente, una larga historia de impunidad de su lado.
Cuando los sicarios de Guerreros Unidos torturaron, desaparecieron o mataron a los estudiantes, se cobijaron, también, tras el manto protector de la impunidad. Es la impunidad lo que le permite igualmente al gobernante que al criminal asesinar sin chistar.
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